Font: ElPaís
Nuccio Ordine
El filósofo francés
reflexiona a sus 98 años sobre los efectos de la epidemia de coronavirus
y alerta contra los peligros del darwinismo social y la destrucción del
tejido público en sanidad y educación
"La unificación técnico-económica del mundo que trajo el
capitalismo agresivo en los años noventa ha generado una enorme paradoja
que la
emergencia del coronavirus
ha hecho ahora visible para todos:
esta interdependencia entre los
países, en lugar de favorecer un real progreso en la conciencia y en la
comprensión de los pueblos, ha desatado formas de egoísmo y de
ultranacionalismo. El virus ha desenmascarado esta ausencia de una
auténtica conciencia planetaria de la humanidad”. Edgar Morin habla con
su habitual pasión por Skype. Él, como millones de europeos, se
encuentra confinado en su casa del sur de Francia, en Montpellier, con
su esposa.
Está considerado como uno de los filósofos
contemporáneos más brillantes; a los 98 años (el 8 de julio cumplirá 99)
Morin lee, escribe, escucha música y mantiene contacto con amigos y
parientes. Sus ganas de vivir demuestran con fuerza el drama de un azote
que está aniquilando a miles de ancianos y de enfermos con patologías
previas. “Sé bien —dice con tono irónico— que podría ser la víctima por
excelencia del coronavirus. A mi edad, sin embargo, la muerte está
siempre al acecho. Por lo tanto es mejor pensar en la vida y reflexionar
sobre lo que pasa”.

La mundialización
de la que habla ha creado un gran mercado global que, a través de la
tecnología más avanzada, ha reducido considerablemente las distancias
entre continentes. Pero esta reducción de las distancias no ha
favorecido un diálogo entre los pueblos. Al contrario, ha fomentado el
relanzamiento del cierre identitario en sí mismo, alimentando un
peligroso soberanismo.
Vivimos en un
gran mercado planetario que no ha sabido suscitar sentimientos de
fraternidad entre los países. Ha creado, de hecho, un miedo generalizado
al futuro. Y la pandemia del coronavirus ha iluminado esta
contradicción haciéndola aún más evidente. Me hace pensar en la gran
crisis económica de los años treinta, en la que varios países europeos,
Alemania e Italia sobre todo, abrazaron el ultranacionalismo. Y, pese a
que falte la voluntad hegemónica de los nazis, hoy me parece
indiscutible este cierre en sí mismos. El desarrollo
económico-capitalístico, entonces, ha desatado los grandes problemas que
afectan nuestro planeta:
el deterioro de la biosfera,
la crisis general
de la democracia,
el aumento de las desigualdades y de las injusticias,
la proliferación de los armamentos,
los nuevos autoritarismos
demagógicos (con Estados Unidos y Brasil a la cabeza).
Por eso, hoy es
necesario favorecer la construcción de una conciencia planetaria bajo su
base humanitaria: incentivar la cooperación entre los países con el
objetivo principal de hacer crecer los sentimientos de solidaridad y
fraternidad entre los pueblos.
Intentemos analizar esta contradicción en una
escala reducida, tomando en consideración el microcosmos de las
relaciones personales. La incursión del virus ha puesto en crisis la
ideología de fondo que ha dominado las campañas electorales en estos
últimos años: eslóganes como “America First”, “La France d’abord”, “Prima gli italiani”, “Brasil acima du tudo”
han ofrecido una imagen insular de la humanidad, en la que cada
invididuo parecer ser una isla separada de las otras (utilizando la
bonita metáfora de una meditación de John Donne). En cambio, la pandemia
ha mostrado que la humanidad es un único continente y que los seres
humanos están ligados profundamente los unos a los otros. Nunca como en
este momento de aislamiento (lejos de los afectos, de los amigos, de la
vida comunitaria) estamos tomando conciencia de la necesidad del otro.
“Yo me quedo en casa” significa no solo protegernos a nosotros mismos
sino también a los otros individuos con los que formamos nuestra
comunidad.
Así es. La emergencia del virus y
las medidas que nos obligan a quedarnos en casa han terminado por
estimular nuestro sentimiento de fraternidad. En Francia, por ejemplo,
cada noche tenemos una cita en nuestras ventanas para aplaudir a nuestro
médicos y al personal hospitalario que, en primera línea, asiste a los
enfermos. Me he emocionado, la semana pasada, cuando he visto en
televisión, en Nápoles y en otras ciudades italianas, a las personas
asomarse a los balcones para cantar juntas el himno nacional o para
bailar al ritmo de las canciones populares. Pero está también la otra
cara de la moneda. La experiencia nos enseña que todas las graves crisis
pueden incrementar fenómenos de cierre y de angustia: la caza al
infractor o la de necesidad un chivo expiatorio, a menudo identificado
con el extranjero o el migrante. Las crisis pueden favorecer la
imaginación creativa (como ocurrió con el New Deal) o provocar
regresión.
¿Alude también a la Europa que
frente a la emergencia sanitaria ha revelado, una vez más, su
incapacidad de programar estrategias comunes y solidarias?
Por supuesto. La pseudo Europa de los banqueros y de los tecnócratas ha
masacrado en estas décadas los auténticos ideales europeos, cancelando
cada impulso hacia la construcción de una conciencia unitaria. Cada país
está gestionando la pandemia de manera independiente, sin una verdadera
coordinación. Esperemos que de esta crisis pueda resurgir un espíritu
comunitario capaz de superar los errores del pasado: desde la gestión de
la emergencia de los migrantes hasta el predominio de las razones
financieras sobre las humanas, desde la ausencia de una política
internacional europea a la incapacidad de legislar en la materia fiscal.
¿Cual ha sido su reacción frente al primer discurso de Boris Johnson,
al despiadado cinismo con el que ha invitado a los ciudadanos británicos
a prepararse a los miles de muertos que el coronavirus provocaría y a
aceptar los principios del darwinismo social (la supresión de los más
débiles)?
Un ejemplo claro de cómo la razón
económica es más importante y más fuerte que la humanitaria: la ganancia
vale mucho más que las ingentes pérdidas de seres humanos que la
epidemia puede infligir. Al fin y al cabo, el sacrificio de los más
frágiles (de las personas ancianas y de los enfermos) es funcional a una
lógica de la selección natural. Como ocurre en el mundo del mercado, el
que no aguanta la competencia es destinado a sucumbir. Crear una
sociedad auténticamente humana significa oponerse a toda costa a este
darwinismo social.
El presidente Macron ha
utilizado la metáfora de la guerra para hablar de la pandemia. ¿Cuáles
son las afinidades y las diferencias entre un verdadero conflicto armado
y lo que estamos viviendo?
Yo, que he vivido
la guerra, conozco bien los mecanismos. Primero, me parece evidente una
diversidad: en guerra, las medidas de confinamiento y toque de queda son
impuestas por el enemigo; ahora en cambio es el Estado el que lo impone
contra el enemigo.
La segunda reflexión tiene que ver con la naturaleza
del adversario: en una guerra es visible, ahora es invisible. También
para aquellos como yo, que han participado en la resistencia, la
analogía podría funcionar igualmente: para los partisanos la Gestapo era
como un virus, porque se metia en cualquier lado, porque todo lo que
estaba alrededor de nosotros habría podido tener oído para informar y
denunciar. Ahora no sé si este periodo de confinamiento durará el tiempo
suficiente para provocar restricciones que podrían recordar el
racionamiento de la comida y los comercios ocultos del mercado negro.
Pienso, y espero, que no. De todos modos, no creo que utilizar la
metáfora de la guerra pueda ser más útil para comprender esta
resistencia a la epidemia.
A propósito de la solidaridad humana: ¿no le parece
que los científicos en este momento están promocionando una
colaboración internacional para buscar la derrota del virus? ¿La llegada
de médicos chinos y cubanos en el norte de Italia no es una señal de
esperanza?
Esto es indiscutiblemente positivo.
La red planetaria de investigadores testifica un esfuerzo hacia un bien
común universal que cruza las fronteras nacionales, los idiomas, el
color de la piel. Pero no se deben infravalorar los fenómenos de
cohesión nacional: estar, lo recordaba antes, alrededor de los
operadores sanitarios que trabajan en los hospitales. Muchos, sin
embargo, son dejados fuera de estas nuevas formas de agregación
solidaria: personas solas, ancianos y familias pobres no conectadas a la
Red, sin contar a los que viven en la calle porque no tienen una casa.
Si este régimen durara por un periodo largo, ¿cómo seguiríamos
cultivando la relaciones humanas y cómo conseguiríamos tolerar las
privaciones?
Me gustaría que abordáramos otra
vez el tema de la ciencia. Después del desastre de la Segunda Guerra
Mundial, las primeras relaciones entre Israel y Alemania se produjeron a
través de los científicos. El año pasado, mientras visitaba el Cern de
Ginebra con Fabiola Gianotti, vi alrededor de una mesa investigadores
que procedían de países en conflicto entre ellos. ¿No piensa que la
investigación científica de base, la que no espera ganar nada, pueda
contribuir a promocionar en esta emergencia de la pandemia un espíritu
de fraternidad universal?
Claro que sí. La
ciencia puede desempeñar un papel importante, pero no decisivo. Puede
activar un diálogo entre los trabajadores de diferentes países que en
este momento trabajan para crear una vacuna y producir fármacos
eficaces. Pero no se debe olvidar que la ciencia es siempre ambivalente.
En el pasado, muchos investigadores han trabajado al servicio del poder
y de la guerra. Dicho esto, yo confío mucho en esos científicos
creativos y llenos de imaginación que ciertamente sabrán promocionar y
defender una investigacion cientifica solida y al servicio de la
humanidad.
Entra las emergencias que la epidemia ha
evidenciado está sobre todo la sanitaria. En algunos países europeos,
los Gobiernos han debilitado progresivamente los hospitales con
sustanciales recortes de recursos. La escasez de médicos, enfermeros,
camas y equipamientos han mostrado una sanidad pública enferma.
No hay duda de que la sanidad tenga que ser pública y universal. En
Europa, en las últimas décadas, hemos sido víctimas de las directivas
neoliberales que han insistido en una reducción de los servicios
públicos en general. Programar la gestión de los hospitales como si
fueran empresas significa concebir los pacientes como mercancía incluida
en un ciclo productivo. Esto es otro ejemplo de cómo una visión
puramente financiera pueda producir desastres bajo el punto de vista
humano y sanitario.
La sanidad y la educación
constituyen los dos pilares de la dignidad humana (el derecho a la vida y
el derecho al conocimiento) y las bases del desarrollo económico de un
país. El sistema educativo también ha sufrido recortes terribles en
estas décadas.
La sanidad y la educación, bajo
este punto estoy de acuerdo con lo que ha escrito en sus libros, no
pueden ser gestionados por una lógica empresarial. Los hospitales o las
escuelas y las universidades no pueden generar ganancia económica (¡no
deberían vender productos a los clientes que los compran!), pero deben
pensar en el bienestar de los ciudadanos y en formar, como decía
Montaigne, “teste ben fatte”. Se debe reencontrar el espíritu del
servicio público que en estas décadas ha sido fuertemente reducido.
Ahora, con las escuelas y las universidades
cerradas, se hace necesario recurrir a la enseñanza a distancia para
mantener vivas las relaciones entre profesores y estudiantes.
Gracias a la tecnología se puede conseguir no romper el hilo de la
comunicación. También la televisión en Francia se está organizando para
ofrecer programas a los estudiantes de los institutos. Pero la cuestión,
como bien sabe, es de fondo: en diferentes libros míos he puesto en
evidencia los límites de nuestro sistema de enseñanza. Pienso que no se
adaptó a la complejidad que vivimos desde el punto de vista personal,
económico y social. Tenemos una conciencia dividida en compartimentos
estancos, incapaz de ofrecer perspectivas unitarias e inadecuada para
enfrentar de manera concreta los problemas del presente. Nuestros
estudiantes no aprenden a medirse con los grandes desafíos
existenciales, tampoco con la complejidad y la incertidumbre de una
realidad en constante mutación. Me parece importante prepararse para
entender las interconexiones: cómo una crisis sanitaria puede provocar
una crisis económica que, a su vez, produce una crisis social y, por
último, existencial.
Algunos decanos y algunos
profesores han considerado la experiencia de la pandemia como una
ocasión para relanzar la enseñanza telemática. Pienso que es necesario
recordar que ninguna plataforma digital puede cambiar la vida de un
alumno. ¿Así no se corre el riesgo de denigrar la importancia esencial
de las clases en las aulas y del encuentro humano entre profesor y
estudiante?
Se debe distinguir la
excepcionalidad impuesta por el virus de las condiciones normales. Ahora
no tenemos elección. Pero conservar el contacto humano, directo, entre
profesores y alumnos es fundamental. Solo un profesor que enseña con
pasión puede influir realmente en la vida de sus estudiantes. El papel
de la enseñanza es sobre todo el de problematizar, a través de un método
basado en preguntas y respuestas capaz de estimular el espíritu crítico
y autocrítico de los alumnos. Desde la infancia, los estudiantes tienen
que dejar rienda suelta a su curiosidad, cultivando la reflexión
crítica. Enseñar es una misión, como la que están cumpliendo ahora los
médicos: se trata, en cualquier caso, de ocuparse de vidas humanas, de
personas, de futuros ciudadanos.
El virus ha conseguido hacer explotar también los
límites de la rapidez. El confinamiento en nuestras casas nos ha ayudado
a redescubrir la importancia de la lentitud para reflexionar, para
entender, para cultivar los afectos.
Me parece
indiscutible. La epidemia, con las restricciones que ha generado, nos ha
obligado a realizar una saludable desaceleración. Yo mismo he notado un
fuerte cambio en mi ritmo cotidiano: ya no es cronometrado y jalonado
como lo era antes. Cuando dejé París para vivir en Montpellier ya noté
un notable cambio en el desarrollo de mis jornadas. Ahora, con mayor
conciencia, me estoy (nos estamos) reapropiando del tiempo. Bergson
había entendido bien la diferencia entre el tiempo vivido (el interior) y
el tiempo cronometrado (el exterior). Reconquistar el tiempo interior
es un desafío político, pero también ético y existencial.
Precisamente ahora nos damos cuenta de que leer libros, escuchar
música, admirar obras de arte es la manera mejor de cultivar nuestra
humanidad.
Sin duda. El confinamiento está
haciendo que nos demos cuenta de la importancia de la cultura. Una
ocasión —a través de estos saberes que nuestra sociedad ha llamado
injustamente “inútiles” porque no producen ganancias— para comprender
los límites del consumismo y de la carrera sin pausa hacia el dinero y
el poder. Habremos aprendido algo en estos tiempos de pandemia si
sabemos redescubrir y cultivar los auténticos valores de la vida: el
amor, la amistad, la fraternidad, la solidaridad. Valores esenciales que
conocemos desde siempre y que desde siempre, desafortunaamente,
terminamos por olvidar.
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